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¿Me estás invitando a tu boda o me estás cobrando entrada?
Comienza la temporada de bodas y con ella la opción de dar un sobre con dinero. ¿Pero es realmente una opción o una obligación sutil?
22 Abril 2019
|Un amigo me ha invitado a su boda. Cómo me alegro tío de verte ahí. Este regocijo puro me dura unos 15 segundos, tras los cuales mi alegría comienza a verse adulterada por preocupaciones. Estas van de las más frívolas (¿cómo me salgo del grupo de WhatsApp de la despedida sin que se den cuenta?) hasta las más existencialistas (nos estamos haciendo mayores, podrías arruinar el futuro de la humanidad si no inculcas los valores adecuados a tus hijos, la muerte acecha), pero por encima de todos me asalta una inquietud socioeconómica: mi cerebro pasa de "¿cuánto dinero meto en el sobre?" a "un momento, ¿tengo dinero para meter en el sobre?" y finalmente "¿en qué momento las bodas se han convertido en una metáfora del capitalismo?".
Pero capitalismo puro, además: tú me creas una necesidad que yo no tenía (asistir a tu boda), no me dejas más remedio que pagar por ella y ni siquiera es un bien material. Estoy pagando por emociones, por presión social y por una experiencia. En concreto, la experiencia de tu luna de miel en Punta Cana. Ya sé que mi amigo no me ha invitado para que le dé dinero, sino porque soy una persona especial para él. Y ahora también soy especial para su cuenta corriente: él y su novia han presupuestado su boda contando con mi sobre y el del resto de invitados. Esto es una alegoría perfecta de la especulación. Y, como el capitalismo, se trata de un sistema sin fisuras: todos los invitados vamos a darte dinero sin dudar y encima va a parecer que ha sido idea nuestra. La persona que dijo que el amor no tiene precio claramente no ha ido nunca a una boda en España.
El antepasado del sobre es el ajuar. Antiguamente, cuando casarse significaba comprarse un piso en el que comenzar el resto de tu vida, las parejas necesitaban regalos para convertirlo en un hogar: muebles, electrodomésticos, ropa de cama, toallas. Mi madre conservaba la vajilla de su boda intacta y la reservaba para "ocasiones especiales", pero en mi familia, aunque ocurrían muchas cosas, ninguna de ellas era especial. O, al menos, no lo suficientemente, según el criterio de mi madre, como para sacar la vajilla buena. De pequeño asumí que esos platos eran especiales para cochinillo (ella los utilizaba solo en Nochebuena), de mayor he comprendido que para mi madre simbolizaban esa promesa del "resto de su vida": algún día tendría invitados especiales, motivos de celebración o incluso una casa digna de esa vajilla. Y utilizarla para comidas cotidianas, como el pollo asado de los domingos, significaría asumir que su vida no iba a mejorar.
En algún momento de nuestra historia reciente, alguien dijo "yo no voy a regalarles nada a los novios, voy a darles dinero". Y se conoce que esa decisión tan impersonal, tan desganada, tan "no me voy a molestar en ir a una tienda y pensar algo para vosotros" caló hondo en nuestra cultura. El sobre dice mucho sobre la sociedad española, cuyos integrantes meten (de media) 260 euros con un sueldo mínimo interprofesional de 900 euros. En Francia cobran 1500 y meten 140. ¿Qué dice eso de nosotros? Que somos unos pringaos y que seguimos sugestionados por dos características de la cultura española más antiguas que la de la hermana de la novia leyendo entre lágrimas un texto sobre cuando eran pequeñas: el complejo de clase y el aparentar.
En España no está mal visto hablar de dinero a diferencia de, por ejemplo, en Gran Bretaña. Y por eso está socialmente aceptado preguntar a un desconocido cuánto cobra, cuánto paga de alquiler y cuánto dinero ha metido en el sobre de la boda. Y nadie quiere ser el cutre que dice la cifra más baja. Nadie quiere parecer pobre. Especialmente el que lo es. Al fin y al cabo, es una cuestión de decencia: los pobres novios se han gastado (una media de) 160 euros en invitarte. Te han puesto hasta un autocar. Cómo no vas a darles dinero, tío.
El problema es que yo no les he pedido que se gasten 160 euros en mí. Tampoco que se casen en una finca en medio de la nada. Esta boda es una hermosa celebración del amor verdadero y también un poco una multa: yo no me voy a gastar 160 euros en una comilona en toda mi vida y tú has decidido gastarte ese dinero, pero yo no he tenido elección. Tampoco pagaría por ese DJ que os está cobrando 200 euros la hora por no ponernos ninguna canción de las que le pedimos, pero aquí estoy bailando otra de Enrique Iglesias. No vaya a ser que parezca que no me lo estoy pasando bien. No vaya a hacerle ese feo a mi amigo. Pero oye, he pagado la entrada, creo que puedo permitirme aburrirme un rato si me duelen los pies.
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Gustosamente, por cierto, pagaría otros 260 euros por no tener que interactuar con el resto de amigos de la despedida de soltero nunca más en mi vida. Ese grupo de WhatsApp, que tiene 163 mensajes sin leer cada vez que lo abro, está atestado de videos pornográficos, chistes que sugieren que están obsesionados con las tías pero que ninguna les cae especialmente bien y memes de señores negros con penes descomunales. Hay dos o tres compañeros de colegio para los que claramente este grupo es lo más emocionante que les ha pasado este año, porque contestan literalmente a todos los mensajes y a cualquier hora del día. Ellos sí que van a amortizar los 260 euros. Ellos sí que están viviendo experiencias.
Dar el sobre es un trámite incómodo. Hacer una transferencia, a pesar de que mi amigo ha incluido su número de cuenta en la invitación para facilitar, me resulta impersonal. Así que voy a ver qué me sugiere internet para hacer 'el regalo' de forma divertida. Meter los billetes en globos, un tarro de gelatina lleno de monedas, esconder billetes por toda su casa para que los vayan encontrando durante meses convirtiendo su vida de casados en una yincana. Qué ideas tan simpáticas. También las hay directamente humillantes, como meter billetes en un bloque de hormigón que solo puede abrirse a martillazos. Esto de simpático no tiene nada, oiga, esto es una vejación. En plan "¿queréis nuestro dinero? Pues arrastraos para conseguirlo". Propongo otra idea divertida: que los novios vayan mesa por mesa con una pistola cargada atracando a sus invitados para que les den la pasta. Que aquí todos sabemos a lo que hemos venido.
También podría creerme que me han invitado porque quieren que esté ahí, tal y como aseguran, acompañándoles en el día más importante de su vida y sin importarles los 160 euros que les estoy costando. ¿Pero qué van a pensar de mí ni lo les doy nada? ¿Que soy un cutre, que soy pobre, que no les quiero? ¿Y si luego lo van contando por ahí? ¿Qué van a pensar de mí los tíos del grupo de WhatsApp? ¿Me criticarán por rata ahora que me he ido despidiéndome con "bueno pues ya está todo aclarado, ¡nos vemos en el paintball! xD"? Mejor meto los 260 euros y así podré permitirme aburrirme un ratito mientras me arrepiento por no haberme subido en el autobús de las 2 y espero hasta el de las 5. Hay una última duda que me asalta con todo este lío: ¿por qué se seguirá casando la gente?
Hay que ir a una boda para comprenderlo. Hay que ver la emoción de todo el mundo que se ha juntado ahí para darse cuenta de que en el camino entre el ajuar y el sobre han cambiado muchas cosas: antes la gente se casaba para empezar el resto de su vida, ahora se casan para hacer balance de la vida que llevan vivida. Una boda significa que cuando los novios levantan la mirada en ese salón de una finca de Toledo verán, por primera y única vez en toda su vida, a todas las personas que quieren y que les quieren reunidas para demostrárselo. Y eso no va a volver a pasar hasta su funeral. La vida se puede medir en éxitos profesionales, en bienes materiales o en experiencias, pero la mayoría de la gente decide medir su existencia en las personas que hay en ella. Eso no tiene precio. LOL. Es broma. Cuesta 160 euros por persona especial.